Ojos que no ven, corazón que no siente

Como todas las mañanas, de lunes a viernes, he cogido el bus para ir al trabajo. Y, a mitad de trayecto, más o menos, una mujer de mi edad que iba sentada ha empezado, entre sollozos, a narrar su drama personal. Lo hacía como si alguien la estuviera escuchando atentamente frente a ella. La chica que iba de pie, a su lado, la miró durante un momento. Un breve momento que la hizo cómplice, no del drama de aquella mujer, sino de las miradas que se cruzaban a su alrededor excusando el pequeño “gesto de locura”.

 Lo cierto es que la escuché atentamente y me conmovió. Pero antes de bajar del bus no le di a entender que lo había hecho y, por tanto, es como sino no la hubiera escuchado.
 
 Hoy no hace mucho frío, pero siento el frío dentro. Sus palabras han decidido acompañarme un rato más. Sólo que esta vez no hablan de su dolor incomprendido sino del mío. Por mi indiferencia. Por la certeza fría de que lo contrario al amor no es el odio, ni la ira, sino la indiferencia. Porque ésta convierte al otro en un “objeto” que ni siquiera requiere atención, más aún, requiere “no atención”. Ya dice el refranero: ojos que no ven corazón que no siente. Y algo que “no se siente”, probablemente no existe… al menos para nosotros.

Podría excusarme pensando que soy una víctima de los tiempos que corren, donde se fomenta cada día el “mercado del dolor”. Revistas y programas han hecho de la fragilidad humana y del sufrimiento inherente a ella un “show” que aporta buenos beneficios económicos tanto a los productores del negocio como a los “confesados”. Además se nos recuerda, muy de vez en cuando, que los verdaderos culpables somos “nosotros”, ya que siempre podemos elegir no ser espectadores de las “tragedias de color rosa”. Y que si ese mundo existe es por la audiencia: se produce lo que se demanda.

En parte tienen razón, sólo en parte. Pero no es esto lo que me “jode” (perdón), sino que nadie hable de los efectos secundarios. Al comercializar el dolor humano y presentarlo de manera atractiva se lo “normaliza”. Y sin que nos demos cuenta nuestra capacidad de empatía se va impermeabilizando poco a poco. El drama del otro ya no es un drama que me interpela, sino un “problema” del otro… “bastante tengo yo con lo mío”.
 
El problema es mucho más complejo, por supuesto, he intervienen muchos más factores.
Perdón, pero… …si no es de esto de lo que yo quería hablar !!

Lo que realmente quería decir es que me ha dolido mi falta de empatía… de humanidad. Me ha herido mi actitud de indiferencia ante el dolor de alguien que solo reclamaba un poquito de atención. No exigía compromiso alguno, ni implicación alguna. Simplemente saber durante un momento que tenía sentido la expresión de su dolor, y que éste era sentido y escuchado…
No es de extrañar que me haya tirado media mañana canturreando, como una letanía, esa canción que tan bien interpreta León Gieco y que dice así: Sólo le pido a Dios / que el dolor no me sea indiferente, / que la reseca muerte no me encuentre / vacío y solo sin haber hecho lo suficiente. / Sólo le pido a Dios que lo injusto no me sea indiferente…
 
 
Para escuchar la canción pincha en el signo de play…