Somos animales racionales. Vivimos en medio de una
naturaleza de la que formamos parte. Como animales no vivimos ajenos a sus ciclos vitales –aunque
la mayoría vivamos sin tener conciencia alguna de ello- y como racionales nos
enfrentamos a todo en busca de sentido. Se nos presenta como incógnita incluso
nuestra propia existencia.
Una muestra de ello son las estaciones del año:
primavera, verano, otoño e invierno. No es curioso que comúnmente las
mencionemos en este orden… es simbólico.
Primavera… Todo brota haciendo estallar la vida por todas partes. Es otro el color… los colores que nos rodean. El ánimo se ensancha de emociones. La vida vibra.
Nacemos… despertamos a la vida haciendo que nuestro alrededor se desdibuje en una explosión de sentido. Es otro el color de la mirada de los que presencian la nueva vida.
Verano… El sol arremete contra todo y la luz es más intensa. Llega, en ocasiones, a molestar. Todo cobra más intensidad y el escenario de la vida se nos muestra más plenamente.
Juventud… Fuerza insolente que como el sol quiere llegar a todo de manera intensa. Apetece más formar parte constante de la obra que ser observadores desde la butaca. No es tiempo de contemplar sino de vivir derrochando vida.
Otoño… El signo más evidente es el color, que aunque más intenso y hermoso es menos cegador. Las hojas de los árboles caen y muchos quedan desnudos. El frío empieza a salir a escena y todo parece ir más lento.
Madurez… Vivimos con menos ímpetu pero con más intensidad. Resulta más fácil detenerse, mirar, disfrutar, cuestionarse y pensar las cosas. Las heridas que en la juventud cicatrizaban rápido ahora nos hablan de nosotros mismos.
El tiempo ya no se mide por todo lo
que queda por hacer sino por vivir con más profundidad… ya que no es el tiempo
quien pasa, sino nosotros. Apenas nos va quedando espacio para engañar y
engañarnos. Se nos notan más los entresijos, como a un árbol con las ramas desnudas.
Invierno… Frío gris que ralentiza todo. El escenario de la
vida parece que quiere terminar la función aunque, en realidad, empieza el
desenlace de la obra. Se puede percibir en la escena una belleza distinta,
contradictoria, como el cálido color blanco de la fría nieve. Todo se
descompone bajo el suelo… las hojas que un día fueron brotes nuevos.
La vejez parece que nos va apartando poco a poco de todo. Es
como si el escenario de las relaciones no supiera qué papel darnos, quizás
porque no se quiere afrontar lo inevitable por miedo o por desconocimiento de
nuestro proceso vital. Nacemos para morir. Pero, ¿qué es realmente la muerte?
Esta pregunta es fundamental para entender la vida
porque la muerte es parte esencial de la VIDA. Esta cultura que lucha a golpes
de cosméticos y cirugía contra “el mal de la vejez” está perdiendo el rumbo y
el sentido de la vida.
El invierno no hace más que preparar el sustrato que
posibilita la nueva vida.
La vejez nos trae el regalo de la sabiduría.
Sabiduría que, a golpes de luz y sombra, se ha despojado de miedos… y se nos
brinda desnuda, sin pudor. Es el amor templado y puesto a prueba una y otra
vez. Amor fuerte, suave, mansamente ofrecido.
Amor que da paso al AMOR.
De la misma manera que la semilla no tiene
conciencia de que es un árbol y el gusano de que es una mariposa, nosotros
participamos de su falta de conciencia y de la misma plenitud y transformación.
Aunque yo, personalmente, me atengo a la fe que hace
de esta intuición certeza y esperanza.