Como la luz de un rosetón, un claustro o una mezquita.


Cuando entro en una catedral o en un convento hay dos cosas que me atrapan por completo: el rosetón gótico en lo alto de la fanchada, por encima de la portada, o en cada uno de los frentes del transepto, dando a la luz una presencia que me interpela; y el claustro, que me envuelve entre silencios que silencian, casi instantáneamente, todos los ruidos que me habitan y no me permiten reconocer la vida y vivirla, pasando por ella como el tiempo que nunca detiene su paso; como si lo más importante fuera correr y hacer, hacer, hacer… en vez de ser.

Y Dios, más allá de credos y verdades, más acá de dogmas y catecismos, me toca con su luz cálida y su silencio elocuente.
Esta misma experiencia la he vivido en las mezquitas de Estambul. Lástima que no estén tan a mano.

Y algo parecido, salvando las distancias, me ocurre con algunos libros. Cuando empiezo a leerlos es como si entrara en un claustro que me impone respetuoso su silencio, o como si mirara un rosetón que llena de luces e intuiciones mis sombras.

La siguiente cita está sacada de un pequeño claustro de 224 páginas, que me ha aportado algo de luz multicolor, como un rosetón gótico:

Las religiones son como las hermosas vidrieras de colores de una iglesia; dan una estructura determinada a la luz que está detrás, que trasluce a través de ellas. Si no hay luz, resultan insignificantes e incoloras. Por eso, la luz es lo realmente decisivo, pero no podemos verla con nuestros ojos. La luz hace visible, pero en sí es invisible. Solamente será visible al descomponerse en colores, estructurándose. Lo mismo ocurre con las religiones con referencia a lo divino: dan a lo incomprensible una estructura comprensible. El precio que las religiones tienen que pagar por ello consiste en la reducción de lo divino a un sector del espectro, y sería insensato tomar ese sector por la totalidad.”

 La ola es el mar, espiritualidad mística - Willigis Jäger – Ed. Desclée De Brouwer